ROSARIO DE ACUÑA

 

(Capítulo reproducido de la web creada por Macrino Fernández Riera: http://www.rosariodeacuna.es/index.htm, que recomendamos encarecidamente para otros aspectos de su interesante vida)

La poeta se convierte en librepensadora

  

Las Dominicales del Libre Pensamiento

El año 1883 ha sido nefasto para ella: primero la muerte de su padre, más tarde la definitiva ruptura de su matrimonio. Los meses que siguen son duros: tiempo de reflexión. Poco a poco la cotidianidad va volviendo a su vida; los ciclos circadianos, tan manifiestos en el campo, van regulando sus jornadas; las necesidades de sus plantas y de sus animales programan su agenda diaria. No obstante, el proceso iniciado durante aquellos meses, aquellos largos meses que siguieron al nefasto mes de enero, siguió su curso. El huevo se hizo larva y ésta se hizo pupa… La crisálida está a punto; solo necesita una situación favorable, el empujón definitivo. Y ese momento, ese preciso momento, se produjo, según su propio testimonio, en el retorno de uno de sus viajes a Madrid. Traía varios paquetes envueltos en papel de periódico. Al desenvolverlos, sus ojos repararon en un título que nunca antes había leído: Las Dominicales del Libre Pensamiento. Allí se encontraba, hecho tinta, encarnado, el ideal de libertad.  Al ojear sus páginas, al leer sus escritos, al desmenuzar sus frases, su ser se estremeció ante aquel ejemplo real, lo tenía entre sus manos, de lo que para ella había sido hasta entonces parte de un ideal inalcanzable, al menos en aquella sociedad que le había tocado vivir: por las cinco columnas de cada una de las páginas de aquel semanario rezumaban las esencias de la libertad, de la justicia y de la fraternidad:

… me pareció haber soñado cuando terminé de leer Las Dominicales, porque en ellas palpitaba la vida de la libertad, de la justicia, de la fraternidad, no como una abstracción del pensamiento, sino como una realidad viviente, enérgica, activa, llena de promesas de redención y de esperanzas de felicidad. Aquel periódico, extendido ante mis ojos, con aquel lenguaje de sublimes sinceridades; con aquella altivez indómita que se manifestaba en cada una de sus líneas; con aquel entusiasmo arrojado, vehemente, despreciativo de lo convencional, y al mismo tiempo lleno de generosidad y de austeridades, era el grito primero, el más valiente, el más conmovedor y el más imposible de ahogar de un pueblo que despierta, de un pueblo que desperezándose, como el león harto de míseros despojos, lanza los candentes hierros sino logra, con su vigorosa fuerza, romper las cadenas que lo aprisionan (Carta a Ramón Chíes (⇑), 28-12-1884)

Tras este primer encuentro con el aún joven semanario, pues su primer número había visto la luz en febrero de 1883, apenas unos meses antes, Rosario de Acuña se convirtió en fiel lectora de sus páginas: «¡Cuánto he meditado teniéndolas delante y con los ojos a medio cerrar, para resumir mejor la síntesis de cada uno de sus artículos!». Las intensas horas de reflexión vividas   en aquel tiempo, durante aquellos largos meses que siguieron al nefasto mes de enero de 1883, se vieron profusamente alimentadas por la bocanada de libertad que transportaban las páginas del semanario. Y es que Las Dominicales, dirigido por el librepensador y republicano Ramón Chíes, se había convertido en los pocos meses que llevaba en la calle, en portavoz de los librepensadores españoles, de los masones, de todos aquellos que se situaban voluntariamente fuera  de la ortodoxia religiosa, social y política que la Restauración parecían haber inoculado en los distintos estamentos sociales.

Por su mesa de trabajo fueron pasando uno a uno los números sucesivos que semanalmente llegaban repletos de escritos de Chíes, de Fernando Lozano Demófilo o de Odón de Buen; de noticias y propuestas que, desde todos los puntos del país, los defensores de la libertad de pensamiento hacían públicas; de las reflexiones que sobre la realidad social del momento ponían sobre la mesa estos otros hijos de la patria. Aquellos textos constituyeron, durante los últimos meses de 1883 y los que siguieron de 1884, pócima eficaz que reforzará los salutíferos efectos del ungüento que la vida en el campo unta sobre los males de su espíritu. La vida continúa, intensa y arrolladora, en el oasis de Villa Nueva; fuera, hay lugar para la esperanza: hay personas de bien que han entablado una lucha feroz en pro de lo bueno, de lo justo y de lo bello.

 

En apoyo de los estudiantes

En el otoño de 1884 los universitarios madrileños andan revueltos: han salido a la calle para manifestarse contra lo que consideran una ataque en toda regla contra la libertad de cátedra.  La protesta estudiantil había comenzado tras la campaña de acoso que, iniciada por El Siglo Futuro, se sigue contra el profesor Miguel Morayta, a quien la prensa confesional acusa de haber pronunciado un discurso irreverente y herético en el acto de inauguración del curso 1884-85 que se había celebrado en la Universidad Central. En las semanas siguientes se aviva el debate: se acusa al Gobierno, al nuevo ministro de Fomento, al otrora neocatólico y antiguo líder de la Unión Católica Alejandro Pidal y Mon, de ser muy permisivo con los profesores liberales. Algunos obispos publican duras cartas pastorales contra el contenido del discurso. La reacción liberal no se hace esperar: los universitarios se echan a las calles, produciéndose duros enfrentamientos con la policía entre el 17 y el 20 de noviembre. 

La situación se complica. Las autoridades quieren atajar el problema cuanto antes y sopesan adoptar medidas drásticas contra los estudiantes. Rosario de Acuña no se queda callada y hace pública una nota que insertan varios periódicos de la capital: «Si los acontecimientos universitarios acarrean la pérdida de la matrícula de honor a los estudiantes de la Facultad de Medicina de Madrid, pongo en conocimiento de éstos que estoy dispuesta a pagar la matrícula del estudiante que más adelantado en su carrera y con mejores notas, poseyendo dicho privilegio lo perdiese por resistirse a entrar en clase, mientras no se dé satisfacción cumplida a la maltratada dignidad de la cátedra». Días después ofrece un banquete a una comisión de estudiantes. A la comida, celebrada el lunes 15 de diciembre en un conocido local de la capital, asisten también otros invitados, entre los que cuales se encuentra el profesor Morayta y el director de Las Dominicales, Ramón Chíes.  A la hora de los brindis, la anfitriona, tras   realizar un canto a la libertad y a la juventud, expresa su deseo de que la mujer se incorpore de manera activa a la causa del libre-pensamiento. Antes de finalizar la velada, que, sin duda, debió de resultar de lo más interesante, comunica a los presentes su decisión de adherirse públicamente a la causa del librepensamiento que con tanto afán defienden Las Dominicales.

 

Su carta de adhesión 

Tal y como había anunciado, días después envía una larga carta al director de Las Dominicales del Libre Pensamiento, a la sazón don Ramón Chíes Gómez, en la cual le ofrece su entusiasta colaboración en la defensa de la libertad de pensamiento. Dada la importancia de lo que en ella se dice y la relevancia que la firmante ha alcanzado, el señor Chíes no duda en retirar otros originales que iban a ser publicados y dedica un sitio preferencial al texto enviado por la escritora. Será la primera página del número 98, correspondiente al domingo 28 de diciembre, el lugar desde el cual, bajo el título Valiosísima adhesión (⇑), Rosario de Acuña Villanueva da a conocer públicamente su «entusiasta concurso a la causa del libre-pensamiento»; su inscripción en el  club de quienes llevan tiempo defendiendo la Libertad, con mayúscula,  la libertad para poder pensar según la conciencia de cada cual; su alistamiento en el grupo, minoritario grupo, de quienes ven en el clericalismo reinante un lastre para superar el analfabetismo y la ignorancia; su enrolamiento  en la tropa de los que se afanan en aventurar propuestas para mejorar el país, para regenerar la patria.

La suerte está echada. Desde el mismo momento en que los ejemplares de aquel número de Las Dominicales llegaron a sus destinatarios, su incorporación es acogida con gran satisfacción por los lectores.  Las páginas del dominical muestran en los números siguientes el entusiasmo con el que se ha recibido la llegada de la autora de Rienzi: felicitaciones de diferentes logias masónicas, agradecimientos de colaboradores de periódicos de provincias, reconocimiento de asociaciones de mujeres… un sinfín de plácemes y parabienes procedentes de todos los rincones de España,  lo cual evidencia bien a las claras que su manifiesto público va a tener cierta trascendencia, al menos en aquel sector de la población con alguna inquietud intelectual para quienes su persona y sus escritos no le son desconocidos.  Para este grupo de españoles, reducido, sin duda, pero con evidente influencia social, el paso al frente que ha dado nuestra protagonista tiene una manifiesta significación: ha abandonado su posición, su cómoda posición social que le había deparado su nacimiento y se ha colocado en la otra orilla, la de aquellos que viven desprotegidos, fuera del protector paraguas de la ortodoxia. Defender públicamente la libertad de pensamiento en la España de la Restauración, en la que el pensamiento colectivo estaba regido por el monopolio de la doctrina católica, suponía entrar en una cuarentena social, arrostrar cierto grado de ostracismo, encontrar cerradas puertas que antes habían estado entreabiertas; y más en su caso, que hasta no hace mucho tiempo había pertenecido al sector más beneficiado de la sociedad. De cualquier forma, la nueva situación social que se abría para la nueva librepensadora no iba a suponer para ella ninguna sorpresa; en su escrito ya apuntaba la certidumbre de que así habría de suceder:

¿Pero acometer la obra de regeneración del libre-pensamiento no será arrostrar el sarcasmo, la sátira, la desestimación de los prudentes, de los sensatos, de los del modus vivendi, personajes respetabilísimos en el mundo del oropel, y los cuales, no hay duda, tienen grandes influencias en mi patria? Sí. No hay duda.

No obstante, la decisión está tomada y el camino que se ha abierto tras aquella valiosísima adhesión parecía no tener retorno. Al tiempo que se suceden las reacciones a una y otra orilla, la recién llegada al campo del librepensamiento español, imbuida del inicial entusiasmo de los militantes neófitos, ¿de los conversos?, se afana en la nueva tarea emprendida. En los meses que siguen a la aparición de aquella carta de intenciones librepensadoras, de militancia en las huestes de los combatientes por la libertad de pensamiento, son numerosos los escritos salidos de su pluma que se publican en Las Dominicales.

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